martes, 19 de agosto de 2008

MI ABUELA Y EL BENNY

Abuela siempre se nos perdía después de la cena. Una noche de tantas, la encontré sentada en la penumbra de la tienda, cerrada ya a aquellas horas. La tienda era un clásico establecimiento cubano, una mezcla de bodega, negocio de víveres y taberna. Tenía un nombre medio extraño: “La Genara”, pero durante muchos años había suministrado el diario sustento de la numerosa familia.

La Genara estaba al frente de la casa, y se distinguía por una larga barra de caoba, oscurecida por el uso del paño y de los años. Jamones, ristras de chorizos y enormes salchichones colgaban de las vigas del techo, esparciendo su peculiar aroma por toda la casa, mientras en anchos y barrigudos toneles descansaban, sumidos en sus humores, aceitunas y otras salazones. En una esquina, tres pequeñas mesas se agrupaban alrededor de una colorida y escandalosa vitrola, donde vecinos y parroquianos acostumbraban a endulzar su día con un trago de ron o una cerveza bien fría.

Y allí, acodada en una de esas pequeñas mesas, estaba Abuela: recia y dulce, con su ancha cara de campesina, marcada por arrugas entrecruzadas como los senderos de su vida. Compartía recuerdos con un pequeño vaso de aguardiente anisado y con la vitrola, donde la voz sin igual del Benny cantaba aquello de Hoy como ayer.

Desde ese día supe dónde encontrarla. Así, cuando mis juegos infantiles me lo permitían, me iba donde ella. Yo era un niño bullanguero y revoltoso, pero me gustaba mucho la música.

Al principio me molestaba que Abuela solo escuchara al mismo intérprete noche tras noche. Pero al poco tiempo, los matices y el sonido inigualable del “Bárbaro del ritmo” me conquistaron. Y aquello de acompañarla se me hizo costumbre. Cada noche me sentaba junto a ella y me recostaba en su mullido y frío brazo. Y, adormecido, escuchaba y escuchaba aquella música de inigualable cubanía.

Una noche, aguijoneada por sus recuerdos y por el aguardiente, Abuela empezó a hablar de su vida… Y así fue como me enteré de su historia de dolor y amor que, años después, ya adulto, comprendí en toda su dimensión.

De padre y madre desconocidos, fue abandonada a los tres meses en una casa de beneficencia, en la hambreada y atrasada Galicia de finales del Siglo XIX. Y allí creció en el duro ambiente de un hospicio católico, sin niñez ni juegos, y trabajando desde que pudo caminar. Riendo entre dientes me comentó que allí la cuaresma duraba todo el año, y que el ayuno era el pan nuestro de cada día. Y que era tanta el hambre, que había visto cómo un perro se convertía en rumiante, subsistiendo a pura hierba.

A los diez años fue entregada como sirvienta o moderna esclava a una familia de más recursos, donde, a cambio de una escasa alimentación, era obligada a realizar las más duras faenas. A los 14 años conoció al futuro padre de su primer hijo. Y un año después, ilusionada, enamorada y estimulada por su estómago pegao al espinazo, se lanzó a la tremenda aventura de cruzar el mar océano del Gran Almirante Colón, siguiendo la ruta del loco más cuerdo de la Historia.

En Cuba hizo de todo: desde cuidar niños hasta cortar caña. Detrás de su amado viajó hasta el llano y soleado Camaguey, y allí en la ciudad del mismo nombre dio a luz su primer hijo.

Pocos años después, empezó en España todo el desmadre que antecedió a la guerra civil. Y Antonio, que así se llamaba el padre de su hijo, se marchó a la madre patria para nunca regresar, perdido entre el humo y el estruendo de los cañones.

Quedó sola con un hijo pequeño en un país extraño. Pasaba más trabajo que un forro de catre de puta, y como se quitaba hasta el último mendrugo para alimentar a su primogénito, estaba flaca como palo de escoba. Cuando casi había perdido las esperanzas, se le apareció el hombre de su vida, Heliodoro Casas. Heliodoro, era viudo y con cinco hijos, y no abundaban las mujeres dispuestas a cargar con semejante tribu de jenízaros.

Pero si algo le sobraba a mi Abuela, era un corazón que no le cabía en el pecho. Y como tenía para repartir, a todos les dio afecto a granel; al fruto de su vientre, a la hija que nació de la nueva unión y a los cinco peleoneros galleguitos. Fue para todos la amante madre, en las buenas y en las malas. Hasta muchos años después, supe que no compartíamos la misma sangre con quienes siempre fueron mis tíos, tías y primos.

Un día de esos, Abuela escuchó en la radio a Benny Moré, el extraordinario cantante cubano. Y fue como descubrir el agua fría en un día de verano. La voz, capaz de todas las inflexiones, le llegó de un solo sopetón. Sintió que un rayo la traspasaba, y que algo grande se anidaba en su pecho. Era ponerle música y armonía al dolor, a la pasión y a la alegría de vivir.

Desde ese día fue su más apasionada admiradora. Obligó a mi abuelo a comprar todos sus discos, y escuchaba todos los programas radiales donde participaba el intérprete. Cuando se enteró de que el artista iba a actuar en la cercana Feria de la Caridad, empezó con la cantaleta, de quiero ir, y no paró hasta que abuelo le prometió llevarla.

Ese día nos obligó a vestirnos desde temprano. Yo, que estaba acostumbrado a andar en pantaloncillos cortos, sin camisa y descalzo, estaba como enjaulado con pantalones largos, zapatos, camisa de cuello y mangas largas. Todo me picaba y me apretaba, y no estuve tranquilo hasta que me dijo, con su acento castizo que nunca perdió:

Hostias, mijo, parece que tienes bichos en el culo. Si no estás tranquilo, mañana te doy un cucharón de aceite de ricino.

Y ante semejante amenaza, mi picazón y mis bichos me dejaron en paz.

Partimos temprano. Y como al llegar fuimos de los primeros, ocupamos uno de los bancos de la plaza. Y todos nos pusimos a esperar al Benny, quien tenía fama de llegar tarde a sus presentaciones. La verdad era que se ponía a cantar en cualquier bar de mala muerte y peor aguardiente, a veces acompañándose con su guitarra, o haciendo la segunda a su propia voz, que sonaba en todas las vitriolas del país.

Cuando llegaba a un lugar de estos, la noticia se trasmitía a la velocidad de un rayo. Y le daban las tantas horas, rodeado de admiradores que llegaban corriendo como ladrones de gallinas, impulsados por oír en vivo al mejor cantante de la época.

Yo jugaba con otros niños al “Tópate Tieso”, mientras los mayores impacientes se movían de un lado a otro tratando disimuladamente de reacomodarse calzones y sayuelas. En eso estaban cuando un clamor surgido de mil gargantas anunció la entrada a escena del Benny. Del muro donde estaba, salté a las primeras ramas de un arbolito. Entonces lo vi: alto, delgado, vestido con traje blanco y sombrero alón, con un bastón en su mano izquierda, que meneaba en inextricables garabatos. Bailaba y se movía con gracia y ritmo extraordinario, mientras se acercaba a la banda y a los coristas, que coreaban: “Benny Moré, que banda tiene usted”.

Se situó frente a la orquesta y, mientras cantaba, la dirigía con los ondulantes movimientos de su cuerpo. Como embrujadas, miles de personas empezaron a moverse al son retozón del son montuno. De pronto se dio vuelta. A su gesto, los saxofones arrancaron con el ritmo excitante de un mambo. Trepidantes, se sumaron trombones y trompetas en un crescendo demencial; y congas, campanas y timbales alzaron sus negras voces, sumándose a la orgiástica bacanal de sonidos.

Entonces sonó el primer disparo. Nunca se supo de dónde vino. Unos lo achacaron a la Iglesia, impulsados por el anticlericalismo de moda; y otros, a los contrarrevolucionarios.

Y fue como si se abrieran las puertas del averno. Fogonazos y disparos de pistolas, revólveres y otras armas atronaron la noche. El sálvese quien pueda, y el despelote fue de encargo. Cada quien buscó refugio como pudo. Muchos se tiraron contra el suelo, tratando de enterrar la cabeza como avestruces, mientras otros corrían despavoridos sin ton ni son. Yo me quedé petrificado, mirando los bonitos destellos de los tiros, hasta que papá me arrancó del arbolito, con ramas y hojas incorporadas.

Al rato cesaron los disparos, y poco a poco las cosas se calmaron. Muchos regresaban a buscar zapatos, sombreros y carteras que habían perdido en el corre corre; y otros, a familiares y amigos.

Nuestro familión se reunió rápidamente cuando, después de mirar alrededor, pregunté:

¿Y abuela?

Consternados, salimos a buscarla. Hasta que la voz de mi abuelo anunció con su contentura que la había encontrado. Yo salí corriendo y lo que vi me llenó de asombro.

Todo su enorme corpachón se encontraba embutido debajo de un banco, trabado entre la tierra y las tablas. Abuelo la agarraba de las dos piernas, halando con todas sus fuerzas sin poder sacarla del atolladero.

Al poco rato llegó el resto de la familia y, al ver que solo estaba trabada, se tranquilizaron. Pero a pesar de todos los esfuerzos, no lograban destrabarla. Uno de sus hijos la empujaba por los hombros mientras otro la halaba de las patas, y nada. Parecía un chorizo embutido en lata. Abuela estaba hecha una furia, y se encabronaba cada vez más con las bromas de papa. Le decía que la iban a dejar una semana a dieta antes de sacarla, y que había jodido el banco de la alcaldía, y que buscaran una grúa para levantarla con banco y todo.

Recordé como en nuestros juegos ablandábamos la tierra con agua, y tratando de ayudar, y al no tener agua le dije a mi abuela que iba a orinar la tierra para que pudieran sacarla. Movió la cabeza y, mirándome desde su incomoda posición, me dijo:

¡Puñetero muchacho, si me meas te corto el pito!

Al fin, después de empujones y jalones, lograron sacarla toda magullada, y exprimida. Nos miró a todos y preguntó.

¿Y el Benny?

Y mientras se sacudía el polvo y se arreglaba el vestido, caminaba hacia la tarima, donde músicos y ayudantes trataban de ordenar el desorden.


***


Uno o dos años después, nos encontrábamos en la sala de la casa oyendo la radio, cuando de improviso interrumpieron las trasmisiones con un anuncio que sumió al país en duelo.

El incomparable “Bárbaro del ritmo” había dejado de existir. Miré a mi Abuela, y en su rostro pálido y demudado se podía leer todo el dolor que como puño le apretaba el alma. Se paró del sillón para acercarse a la ventana y, mirando la noche, la oí cantar.

Te quedarás porque te doy cariño.

Te quedarás porque te doy amor.

Te quedarás cuando vuelvas al nido

De mi corazón.

Abuela vivió en tres siglos. Vino al mundo en las postrimerías del siglo XIX, vivió todo el siglo XX y murió al comienzo del XXI. Su muerte me sorprendió lejos de ella. Seis años después, caminé nuevamente las calles testigo de mi niñez, reconociendo viejas paredes y vecinos mas ancianos y llegué hasta la casa donde había crecido a su amparo. Y sentado en la misma silla donde plácidamente murió mientras dormía, le canté una canción del Benny.

Julián A Blanco

10- 4- 2008


4 comentarios:

Unknown dijo...

...siempre me encantó lo que escribías......eres especial....

Unknown dijo...

...........Bello.......

Unknown dijo...

el cuento me lleno de ternura,esta lleno de amor ,y humor,hermosoooo,me encanto.

Moisés dijo...

Que bien Julian, que bien escrito, que bien contado, que bien vivido... gracias por compartir esta historia de amor y de música