lunes, 18 de agosto de 2008

EL ZAPATO (Cuento)

Caminaban alerta por la dura y polvorienta calle. Sus pequeños pies levantaban piedras y latas que pateaban sin descanso en su aparente despreocupado andar. Y aunque era de mañana, el sol ya estaba alto y quemaba como solo lo hace en el caribe antillano.

Los pequeños no podían ser mas diferentes, y sus futuros destinos tan distintos. El más alto era un negro prieto y delgado, pero musculoso. Con los años llegaría hacer el portero del equipo nacional de fútbol; y a su retiro, uno de los más famosos santeros de la isla. El más bajito y corpulento rezumaba calidez y buenos sentimientos. Sin embargo, la vida lo maltrataría hasta convertirlo en un agresivo delincuente y llevarlo de paso al presidio. El tercero era un trigueño fuerte y atezado, excelente jugador de béisbol a quien todos querían tener en su equipo. Años después se graduaría de ingeniero para, después, dejar su carrera por otra más lucrativa: la política. El cuarto era el gordito de la pandilla, buena gente a morir y habitante de una casa enorme, en la que vivía solo con su bella mamá, de quien todos estábamos enamorados en secreto. Por él comprenderíamos lo cruel de la separación, al marcharse en un viaje sin retorno a los Estados Unidos. Y el quinto era un rubio, flaco y de grandes ojos inquisidores que los lentes que portaba no alcanzaban a ocultar. Ya en esa época estudiaba música. Y esa sería su profesión durante toda la vida. Era el chistoso del grupo, el más inquieto y el que muchas veces comenzaba las bromas que irremediablemente metían en problemas a la pequeña pandilla.

Cuba se recobraba del desastre natural más grande de su historia: el huracán Flora. Y como siempre, de remedio, una desgracia mayor: “La libreta”. Ese fue el nombre que le dieron los cubanos a la cartilla de racionamiento. Todavía era novedad, aunque ya muchos comprendían su terrible alcance: un par de zapatos al año, más dos camisas y un pantalón. Eran algunas de las normas, decía el gobierno, transitorias. Por supuesto, las madres eran quienes más se preocupaban. Todos los chismes fueron desbancados por la dichosa libreta. Hasta el último amante de la mulata china de la cuartearía quedó olvidado. Y era común oír a las comadres.

¡¿Qué voy hacer con un par de zapatos al año para este niño, que en vez de pies parece que tiene pesuñas?!- Decía atribulada una señora, mientras su amiga la miraba asintiendo.

Resignación, mija, que la alegría en casa del pobre dura poco, igual que los zapatos en las patas de tu hijo.

Y a pesar de todo, reían

Ese día de mediados de los 60, los niños recorrían el barrio buscando instrumentos de percusión… o algo que se le pareciera, los carnavales estaban por comenzar y se aproximaba la fecha de los ensayos. ¿Y que instrumentos podían buscar en las calles?

Muy sencillo: les faltaba el tambor mayor para la muy extraña colección de armatostes y cachivaches que formaban la “orquesta” de muy peculiar sonido que, por idea del rubio, habían formado.

A la orquesta le faltaba el tambor. Y ese día estaban dispuestos a conseguirlo.

Caminaban, al parecer, con desgano y despreocupación, pero sus miradas recorrían ambos lados de la calle, buscando que alguna ama de casa hubiera dejado su basurero sin recoger; pero no cualquier basurero, necesitaban uno grande y de metal para que al percutirlo con unos buenos trozos de madera sonara fuerte y grueso.

Casi habían perdido las esperanzas cuando, al final de la calle, vieron lo que necesitaban. Casi corriendo, pero tratando de no llamar la atención, se acercaron a su cumbotambor. Miraron a un lado y a otro, y al no ver a nadie agarraron el chirimbolo y salieron echando un pie.

Corrían felices y contentos cuando, de pronto, apareció como salido de la nada un niño pulcro y con zapatos que brillaban como espejos. El primero en reaccionar fue el rubio.

Coño, negro, ese no es “La Olla”.

Ese mismitico es, no ves que ahorita que está bien peinadito se le ven más las agarraderas a la cazuela-. Y todos reían a carcajadas de las grandes orejotas, motivo del apodo.

Y como si de antemano estuvieran de acuerdo, se acercaron todos al niño.

Nada mas llegar comenzaron a molestarlo:

- Eh, muchachos, miren eso: primera vez que veo una “olla” con zapatos-. Y todos reían, menos el aludido.

-Mejor andar con zapatos que con las patas sucias como ustedes. Dice mi papi que todos ustedes son unos patas de puerco, que son tan pobres que no tienen que ponerse y que no les haga caso.

Mejor se hubiera callado, aquello era demasiado para el orgullo de los niños, que siempre estaba a flor de piel. El único que andaba zapatos era el rubito. Lo obligaban a andar con un par de botas que su padre le había traído de Rusia y que, a pesar de todos sus esfuerzos, no lograba romper. Estaban descascaradas y maltrechas, pero en una pieza. Eran los únicos botines que habían sobrevivido a sus destructores pies.

La “Olla” estaba jodido. Todos se abalanzaron sobre él y, a pesar de sus gritos, le quitaron un zapato. De inmediato comenzaron a pasárselo entre ellos mientras “La Olla”, a la pata coja, los perseguía grietándoles improperios.
En eso estaban cuando por la esquina aparecieron atraídos por los gritos dos muchachotes, altos y fuertes, ni más ni menos que los hermanos de “La olla”. Y casi de inmediato, por la opuesta, la airada dueña del basurero grietándoles.

Puñeteros malcriados, devuélvanme mi basurero-. Y mirando hacia el enorme y dientudo perro que la acompañaba.- Comételos, Nerón.

Agarrados entre dos fuegos, tuvieron un momento de duda, que fue roto por la voz del negro Hugo.

A correr, muchachos, si nos agarran, nos hacen mierda.

Decir que salieron corriendo sería poco, volaban más que corrían. En medio de la estampida, el rubio se dio cuenta de que aún llevaba en su mano el zapato. Miró por encima del hombro y vio que los hermanos y el perro se les acercaban. Buscó un lugar donde tirarlo y, al ver un auto parqueado, lo lanzó dentro, a la vista de sus perseguidores. Mirando sonriente a sus amigos pensó: “Se jodieron, se tienen que parar para agarrarlo”. En eso estaba, cuando se oyó un grito desgarrador.

- ¡¡ Mi zapatooooo ¡¡

Todos se detuvieron para ver, angustiados, cómo el auto con el zapato dentro se alejaba envuelto en una nube de humo. Mientras, el perro, sin comprender la tragedia, corría alrededor de los niños parados bajo el sol en la dura y polvorienta calle.

1 comentario:

bk dijo...

jeje, que lindo cuento, te atrapa y te transporta inmediatamente, como si uno estuviera viviendo esas aventuras, ay pero k niños mas tremendos, el k estudio musica kien seria. Y k chistoso esa forma de llamar al cumbotambor, Chirimbolo. Bueno esperamos pronto ese libro de cuentos....saludos....