lunes, 18 de agosto de 2008

LA MARCHA DE LOS HEROES (Una historia Cubana)

Entre 1975 y 1988, más de 350 mil militares cubanos y 50 mil cooperantes civiles participaron en la guerra de Angola, cuyo último capítulo consistió en el traslado a Cuba de los restos mortales de los miles de cubanos caídos en los más de 13 años de guerra, y en sus honras fúnebres.

Una mañana, a finales de 1989, me llamaron desde la oficina del Director de Cultura de la provincia. Me citaban para una reunión muy importante en la sede del Partido Provincial.

Cuando llegué, ya estaban presentes algunos músicos prestigiosos de la ciudad. Y casi de inmediato, nos explicaron el asunto. Las honras fúnebres de los caídos en Angola se realizarían simultáneamente en toda Cuba. En la provincia se necesitaban tres Bandas de música: una sería la Banda Municipal; otra, la integrada por los músicos de la sinfónica; y una tercera conformada, por los integrantes de la Orquesta del Circo. Hasta ahí todo bien, pero cuando mencionaron a los directores me asusté y un soplo helado me recorrió la espalda. Yo era el designado para dirigir a los músicos del Circo.

Todos me miraron en silencio; algunos, pusieron sus mejores caras de velorio como si ya estuviera tieso, frío y enterrado. Otros, no podían disimular su maliciosa alegría, imaginando las mil y una desgracias que me venían encima. “¡Coño!”, pensé, “me jodieron, de esta sí no salgo”.

La Orquesta del Circo había sido usada durante años como el vertedero de los músicos. De acuerdo a la política estatal, nadie podía quedar desocupado. Así que todos los maniáticos, excéntricos, borrachos, inadaptados, drogadictos, esquizofrénicos y locos de atar estaban reunidos en esta verdadera corte de los milagros.

De ellos se contaban historias demenciales, como aquella vez que Pancho, el león, hirió de muerte a su compañero de jaula, y con el difunto animal organizaron un orgiástico hartazgo, y amanecieron todos llenos de ronchas y bultos, contagiados por quién sabe qué misteriosa enfermedad felina. O cuando agarraron una monumental borrachera y, en medio de una tormenta con tintes de diluvio, metieron a caballos, burros, perros y hasta un camello en el hotel. Esa noche se extravió Berta, la pitón de cinco metros, y afeitaron a la mujer barbuda.

En otra ocasión agarraron entre todos a Bartolo el enano. Lo metieron dentro de la tuba y lo pasearon por el pueblo, anunciándolo como el único hombre que cabía dentro de un instrumento musical. Después de tantos meneos, cuando lo fueron a sacar, se dieron cuenta de que estaba más trabado que una pareja de perros amorosos. Alentados por los gritos del pobre enano, fueron a la farmacia cercana y compraron como veinte frascos de aceite de hígado de bacalao, con el que rociaron la pequeña figura que, después de alones y fricciones, lograron sacar toda chupada. El enano se pasó una semana apolismado y apestando a pescado podrido, y “El Niño Blanco”, un negro viejo, prieto y más feo que el susto, que tocaba la tuba, el mismo tiempo con cagaleras.

Pero tal vez la historia más alucinante ocurrió cuando el esquizofrénico domador, por inspiración de último momento, se disfrazó de payaso para realizar su acto. Cuando entró donde estaban los leones, vestido color mierda de niño chiquito, con zapatos que parecían raquetas de tenis, con la cara pintada de blanco y un narizón colorao del tamaño de un zapote, fue el acabose. No se sabe si fue por miedo a los extraterrestres, terror a la estrambótica figura o que simplemente no lo conocieron, pero lo cierto es que los pobres animales se lanzaron a correr despavoridos por toda la jaula, dando unos rugidos que paraban los pelos de punta. Y mientras más corrían, más pataleaba detrás de ellos el horrible payaso. Parece que cuando les habló, pensaron que aquella cosa se había tragado a su amado domador, y entonces le partieron pa` arriba. Al pobre hombre no le quedó más remedio que trepar como gato por los barrotes de la jaula, mientras la manada rugiente saltaba para tragárselo con zapatos, nariz y todo. Solo a fuerza de manguerazos, pinchazos y gritos lograron sacar al domador más muerto que vivo.

Al otro día el administrador del circo, conocido como “Perucho el Ñato” por su elefantiásico apéndice nasal, recorría el pueblo anunciando a voz en cuello.

No se pierdan la próxima presentación del circo “Areìto”, que esta noche sí se comen los leones al domador.

* * *

Entre los personajes más curiosos de esta curiosa orquesta, se encontraba el músico más bruto que ha parido madre: Lo apodaban “Leña Verde” porque ni el fuego le entraba. Contaban de este señor que en una ocasión le entregaron un trombón nuevo, y como la vara no se movía, le dio lija en vez de echarle aceite. O Facundo, “La Morsa”, el único trompetista sin dientes que he conocido, que para tocar se trababa un pedazo de peine de hueso entre los dos vampirescos y sobrevivientes colmillos. Y por supuesto, “El Caballo Iznaga”. El Caballo era un curda de exportación, bebía a lo desaforao, sin importar el origen, sabor y olor del brebaje. Era tal su desatino, que un día que no tenía nada que beber, se empinó hasta el fondo un enorme botellón de loción de violetas. Durante toda la semana siguiente estuvo rodeado de enjambres de abejas y mariposas, que lo seguían por doquier atraídas por los perfumados y floridos eructos florales. Cuando agarraba una de esas borracheras antológicas, le daba por ir a meterse en edificios importantes; Bibliotecas, Universidades, oficinas y edificios gubernamentales. Acostumbraba a abrir la primera puerta que encontraba, y con voz que hacia estremecer las paredes, lanzaba su grito de guerra, ¡Soy el Caballo!, seguido de una espeluznante imitación de relincho. Esto duró hasta que una tarde, inducido por unos jodedores, se equivocó de puerta. De forma inexplicable logró colarse en la sede del Gobierno Provincial. Llegó hasta la puerta del salón de reuniones, de un empujón la abrió de par en par, y frente al comité del partido en pleno, gritó a todo pulmón su declaración de identidad. Estaba sucio, barbudo y andrajoso, y creyeron que se trataba de una burla de mal gusto, dirigida nada más y nada menos que hacia el Comandante en jefe, apodado también “El Caballo”. De castigo, y por comportamiento antisocial, lo metieron de cabeza en la agricultura durante tres meses. A su regreso nunca volvió a ser el mismo. Cuando alguien le decía, “Caballo, relincha”, hacía un gesto de silencio con su dedo índice sobre sus labios, mientras miraba receloso a su alrededor. Un día se le cruzaron los cables y se trepó a lo más alto de un árbol. Relinchaba y gritaba una y otra vez, “¡Soy el Caballo!”, “¡Soy el caballo!”. Cinco días después lograron bajarlo los bomberos.

Rumiando estos antecedentes, me llegué la noche siguiente hasta el lugar donde actuaban. Antes de la función los reuní y les hablé claro. Les expliqué que si en esta ocasión metían las patas, nadie los salvaba, por muy locos que estuvieran de pasar el resto de sus vidas picando piedras, que con el Partido y los militares no se jugaba.

Todos estuvieron de acuerdo y me invitaron a cenar después de la función. Más tarde, con el plato en la mano miraba asombrado los gordos y enormes bistés tan lejanos de la acostumbrada escasez. Y, extrañado, indagué por la procedencia de la carne.

Es que le mejoraron la dieta a los leones.

¿A los leones?

Sí, hombre, antes solo mandaban puro huesos de caballo, ahora nos llegan los grandes pedazotes, les damos un poco a los animales y lo demás para las fieras.

¿Para quién?

Pa` nosotros, hombre. Pa` las “fieras” ja ja ja.

Y mientras miraba a las “fieras” devorando la carne a puras dentelladas, un solo pensamiento cruzaba por mi mente. “¡Ay, mamá, qué jodido estoy, qué jodido estoy!”

Los días pasaron entre ensayos y marchas, y yo cada vez más satisfecho. Qué chiflados estaban, pero también eran en su mayoría excelentes músicos. Un día antes de la actividad nos llevaron hasta el pequeño pueblito, donde a la mañana siguiente marcharíamos, desde la casa de la cultura hasta el cementerio, escoltando al cortejo fúnebre.

Esa noche revisé que todo estuviera bien, y ya tranquilo, me acosté. A la mañana siguiente me despertó el corpóreo silencio. Asustado, me levanté de un salto y, corriendo, me dirigí a los dormitorios. Todos estaban dormidos, pero cuando me acerqué me llegó el olor agrio y crudo del alcohol de reverbero, y me percaté que también estaban borrachos como cubas. La noche anterior, un grupo había llegado hasta el cercano central azucarero, y con un galón de alcohol, agua y otros ingredientes, prepararon un brebaje que los puso a todos volando bajo.

Como pude, a tirones y empujones, los levanté. Hice que se vistieran y casi de milagro a la hora indicada, estaba la banda formada. Recorrí con la mirada los rostros pálidos y ojerosos. Más de uno se tambaleaba sudando la zumba, bajo el implacable sol tropical del mediodía.

Al verlos tan descompuestos, sentí un poco de pena por ellos. Ninguno tenía la culpa de ser lo que eran. Las enfermedades, las drogas, el alcoholismo y la implacable maquinaria socialista, los habían convertidos en seres desechables.

Todo estaba preparado para comenzar. Un oficial se acercó a preguntarme si estaba listo, y después de mi afirmación le pregunté:

¿Teniente, a qué distancia queda el cementerio?

La marcha es larga, Maestro. Como sus cinco kilómetros más o menos.

Sentí que palidecía, y que una sensación de angustia e impotencia me llenaba, al recordar la larga cuesta de la carretera que llevaba al cementerio. Miré a las despeluzadas y desencajadas “fieras” y pensé: “Llegó mi fin”.

Después de tocar una marcha fúnebre, preparada especialmente para la ocasión, y de las palabras altisonante del comunistoide de turno, empezó la procesión. Los armones de artillería con los restos mortales marchaban primeros. Le seguían deudos, personajes políticos y público en general. Y al final como rabo, la banda de borrachos.

En el recorrido del primer kilómetro no ocurrió nada. De pronto, sentí una sensación extraña, y al volverme noté la alargada forma de culebra preñada que tomaba la banda que, desbandada, se distanciaba cada vez más.

A fuerza de palabrotas, logré arreglarla un poco y continuamos el camino… entonces sentí el batacazo. Miré hacia atrás, y al final, distinguí una despatarrada figura tendida en el caliente asfalto. Era el “Niño Blanco” que, con la gigantesca tuba encima, parecía un enorme cangrejo moro. Se había despetroncao como un palo viejo, convirtiéndose en la primera baja producto de la mortal combinación de alcohol de reverbero, sopladera y sol peleón.

Casi de inmediato, un saxofonista conocido por “Pata e rumba” cayó de espalda de un solo simbombazo, dándose un porrazo en la chola que retumbó en todo el pueblo. Cuando lo levantaron, tenía un chichón que parecía un huevo de toro. Lo siguió “Boca e beso”, que se fue de frente y casi se traga el clarinete y un pedazo de asfalto del mameyazo. Y entonces, fue el acabose. Unos tras otros fueron goteando, como mangos azotados por ventolera. Yo los arengaba y me hacía el chivo loco, tratando que el Coronel no se diera cuenta del desmadre, cuando todo se agravó con la llegada de una ambulancia con sirena y todo.

Y la comitiva se alargó… Armones de artillería, deudos, banda, y al final, recogiendo los despojos, dos ambulancias.

Al cementerio llegamos como gallos pelones, sin plumas y cacareando. Nos formamos a duras penas en el lugar destinado, y “La Morsa”, el trompetista sin dientes, salió a interpretar, a falta de otro, el toque de silencio. Estaba pálido y desencajado, pero comenzó con decisión el difícil solo. Nunca supe si fue la insolación o que el pedazo de peine que tenía trabado entre sus colmillos se le movió. Lo cierto fue que cuando atacó la nota culminante, el sonido que salió fue un hibrido de eructo y glorioso pedo retumbante.

El pobre músico miró despavorido a soldados, oficiales y funcionarios del gobierno. Sintió que las patas se les aflojaban, y que un escalofrío le recorría el espinazo, desde la nuca hasta donde la espalda pierde el nombre, al imaginar su final si alguien pensaba que era intencional la estruendosa trompetilla. Entonces encontró la solución, y se desmayó, arrastrando de encuentro al podio, micrófonos y al Coronel, que con la boca abierta lo miraba sin creer lo que sucedía.

Azorado y asustado por el terrible despelote, me di vuelta y comenzamos a tocar el Himno Nacional. Lo tocamos como pudimos, todos desentonados y destemplados, y llegamos a duras penas al final. Y cuando comenzaba a sentir un gran alivio, sentí que una mano como garfio me agarraba de un brazo, mientras el Coronel, con su furiosa voz castrense, me exigía una explicación a gritos.

Alguien, o algo, me inspiró, y una palabra mágica salió de mis labios.

Diarrea.

¿Cómo?

Sí, mi Coronel, estos pobres músicos se han pasado toda la noche con diarreas a chorros, algunos hasta se han cagado en el camino -. Y no mentía.

La cara del sangrepesado oficial cambió, mientras la comprensión se abría paso en su ofuscado cerebro. Se irguió en toda su estatura, se estiró el almidonado uniforme con negras manchas de sudor, y pronunció su absolutoria sentencia.

¡Son unos héroes!

Y mientras se alejaba le dijo al Teniente que marchaba a su lado.

Búscame al hijo de puta del cocinero. Algún cabrón tiene que pagar por todo este descojonamiento.

Julián A Blanco

17-4-2008

1 comentario:

Unknown dijo...

Impresionante, simplemente estoy impresionado con este blog, ni sabia de su existencia. Felicidades Julian, unas historias como tu solo sabes contarlas.