lunes, 1 de septiembre de 2008

CURRICULUM ARTISTICO

Natural de Camaguey, Cuba, Julián A. Blanco realizó sus estudios superiores de Composición en el Instituto Nacional de Artes, en La Habana, Cuba, y de Dirección de Orquesta con el maestro Manuel Dúchense Cuzàn. Sus estudios de educación media los llevó a cabo en la Escuela Nacional de Artes, donde se especializó en saxofón. Además, se graduó del Centro Nacional de Superación Profesional como profesor de Contrapunto, Armonía, Formas Musicales y Orquestación.

Su catálogo como compositor cuenta con más de cincuenta obras sinfónicas de todos los géneros: conciertos para diversos instrumentos, sinfonías, música de cámara, música coral, música para ballet, radio y teatro para adultos e infantil. Sus composiciones se han interpretado en varios países como: Cuba, Argentina, Brasil, Guadalupe, El Salvador, Estados Unidos, Francia y otros.

En la actualidad, su labor como compositor está enfocada en dotar a la Orquesta Platinum de un repertorio de canciones originales y de diversos géneros. Hasta el momento ha creado temas como: Danzón 100 años, Entre tú y yo (Cha Cha), El Gallito (Cumbia), Perdido (Bolero), Déjame quererte (Ballenato), Eres extraña (Salsa) y El Gancho (Cumbia).

Su trayectoria como director de orquesta dio inicio con la creación de la Orquesta Sinfónica Juvenil de Camaguey, Cuba (1981- 1983), desde entonces, ha dirigido diversas orquestas y bandas, entre las que destacan: la Orquesta Profesional de la misma ciudad de la cual fue su Director Titular (1992-1998) la Orquesta sinfónica Juvenil de Camaguey y de la Orquesta Sinfónica Juvenil de El Salvador (1996-2002). Fundó, además, el Coro OPUS X. Las Orquestas, Platinum Pop, Platinum y la Orquesta Clásica, especializada en Ópera, Zarzuela y Ballet.

Como director invitado, actuó con la mayoría de orquestas y bandas sinfónicas cubanas y participó en el Festival Internacional de Orquestas Sinfónicas del Caribe, en Guadalupe (1996) y (1998). Como director, ha colaborado con solistas de la talla de: los laureados guitarristas cubanos Rosa Matos, Rey Guerra y Aldo Rodríguez; el Salvadoreño Walter Quevedo; los pianistas cubanos Silvio Rodríguez Cárdenas e Ignacio Pacheco; el costarricense Manuel Matarrita; el venezolano Jorge Luis Uzcategui y el argentino Valentín Surif; los violinistas Cubanos Evelio Tieles y Pablo Vázquez; y el argentino Rafael Gintoli, entre muchos otros intérpretes.

A lo largo de su carrera ha recibido diferentes galardones en concursos y festivales, entre los que destacan: Premio a la Mejor Dirección Musical de Ballet (1983), Primer premio “Festival de la canción Patricio Ballagas” y Premio UNEAC de Música de Cámara (1990).
Desde 2004 hasta la fecha, el maestro Julián A. Blanco es el director de la Orquesta Platinum de la Fundación Hermano Pedro.

Ademas el Maestro Blanco se encuentra enfrascado en la realizacion de un libro de cuentos del cual forman parte las narraciones publicadas en este Blog, y en una novela historica sobre la Cuba del siglo XIX.

martes, 19 de agosto de 2008

MI ABUELA Y EL BENNY

Abuela siempre se nos perdía después de la cena. Una noche de tantas, la encontré sentada en la penumbra de la tienda, cerrada ya a aquellas horas. La tienda era un clásico establecimiento cubano, una mezcla de bodega, negocio de víveres y taberna. Tenía un nombre medio extraño: “La Genara”, pero durante muchos años había suministrado el diario sustento de la numerosa familia.

La Genara estaba al frente de la casa, y se distinguía por una larga barra de caoba, oscurecida por el uso del paño y de los años. Jamones, ristras de chorizos y enormes salchichones colgaban de las vigas del techo, esparciendo su peculiar aroma por toda la casa, mientras en anchos y barrigudos toneles descansaban, sumidos en sus humores, aceitunas y otras salazones. En una esquina, tres pequeñas mesas se agrupaban alrededor de una colorida y escandalosa vitrola, donde vecinos y parroquianos acostumbraban a endulzar su día con un trago de ron o una cerveza bien fría.

Y allí, acodada en una de esas pequeñas mesas, estaba Abuela: recia y dulce, con su ancha cara de campesina, marcada por arrugas entrecruzadas como los senderos de su vida. Compartía recuerdos con un pequeño vaso de aguardiente anisado y con la vitrola, donde la voz sin igual del Benny cantaba aquello de Hoy como ayer.

Desde ese día supe dónde encontrarla. Así, cuando mis juegos infantiles me lo permitían, me iba donde ella. Yo era un niño bullanguero y revoltoso, pero me gustaba mucho la música.

Al principio me molestaba que Abuela solo escuchara al mismo intérprete noche tras noche. Pero al poco tiempo, los matices y el sonido inigualable del “Bárbaro del ritmo” me conquistaron. Y aquello de acompañarla se me hizo costumbre. Cada noche me sentaba junto a ella y me recostaba en su mullido y frío brazo. Y, adormecido, escuchaba y escuchaba aquella música de inigualable cubanía.

Una noche, aguijoneada por sus recuerdos y por el aguardiente, Abuela empezó a hablar de su vida… Y así fue como me enteré de su historia de dolor y amor que, años después, ya adulto, comprendí en toda su dimensión.

De padre y madre desconocidos, fue abandonada a los tres meses en una casa de beneficencia, en la hambreada y atrasada Galicia de finales del Siglo XIX. Y allí creció en el duro ambiente de un hospicio católico, sin niñez ni juegos, y trabajando desde que pudo caminar. Riendo entre dientes me comentó que allí la cuaresma duraba todo el año, y que el ayuno era el pan nuestro de cada día. Y que era tanta el hambre, que había visto cómo un perro se convertía en rumiante, subsistiendo a pura hierba.

A los diez años fue entregada como sirvienta o moderna esclava a una familia de más recursos, donde, a cambio de una escasa alimentación, era obligada a realizar las más duras faenas. A los 14 años conoció al futuro padre de su primer hijo. Y un año después, ilusionada, enamorada y estimulada por su estómago pegao al espinazo, se lanzó a la tremenda aventura de cruzar el mar océano del Gran Almirante Colón, siguiendo la ruta del loco más cuerdo de la Historia.

En Cuba hizo de todo: desde cuidar niños hasta cortar caña. Detrás de su amado viajó hasta el llano y soleado Camaguey, y allí en la ciudad del mismo nombre dio a luz su primer hijo.

Pocos años después, empezó en España todo el desmadre que antecedió a la guerra civil. Y Antonio, que así se llamaba el padre de su hijo, se marchó a la madre patria para nunca regresar, perdido entre el humo y el estruendo de los cañones.

Quedó sola con un hijo pequeño en un país extraño. Pasaba más trabajo que un forro de catre de puta, y como se quitaba hasta el último mendrugo para alimentar a su primogénito, estaba flaca como palo de escoba. Cuando casi había perdido las esperanzas, se le apareció el hombre de su vida, Heliodoro Casas. Heliodoro, era viudo y con cinco hijos, y no abundaban las mujeres dispuestas a cargar con semejante tribu de jenízaros.

Pero si algo le sobraba a mi Abuela, era un corazón que no le cabía en el pecho. Y como tenía para repartir, a todos les dio afecto a granel; al fruto de su vientre, a la hija que nació de la nueva unión y a los cinco peleoneros galleguitos. Fue para todos la amante madre, en las buenas y en las malas. Hasta muchos años después, supe que no compartíamos la misma sangre con quienes siempre fueron mis tíos, tías y primos.

Un día de esos, Abuela escuchó en la radio a Benny Moré, el extraordinario cantante cubano. Y fue como descubrir el agua fría en un día de verano. La voz, capaz de todas las inflexiones, le llegó de un solo sopetón. Sintió que un rayo la traspasaba, y que algo grande se anidaba en su pecho. Era ponerle música y armonía al dolor, a la pasión y a la alegría de vivir.

Desde ese día fue su más apasionada admiradora. Obligó a mi abuelo a comprar todos sus discos, y escuchaba todos los programas radiales donde participaba el intérprete. Cuando se enteró de que el artista iba a actuar en la cercana Feria de la Caridad, empezó con la cantaleta, de quiero ir, y no paró hasta que abuelo le prometió llevarla.

Ese día nos obligó a vestirnos desde temprano. Yo, que estaba acostumbrado a andar en pantaloncillos cortos, sin camisa y descalzo, estaba como enjaulado con pantalones largos, zapatos, camisa de cuello y mangas largas. Todo me picaba y me apretaba, y no estuve tranquilo hasta que me dijo, con su acento castizo que nunca perdió:

Hostias, mijo, parece que tienes bichos en el culo. Si no estás tranquilo, mañana te doy un cucharón de aceite de ricino.

Y ante semejante amenaza, mi picazón y mis bichos me dejaron en paz.

Partimos temprano. Y como al llegar fuimos de los primeros, ocupamos uno de los bancos de la plaza. Y todos nos pusimos a esperar al Benny, quien tenía fama de llegar tarde a sus presentaciones. La verdad era que se ponía a cantar en cualquier bar de mala muerte y peor aguardiente, a veces acompañándose con su guitarra, o haciendo la segunda a su propia voz, que sonaba en todas las vitriolas del país.

Cuando llegaba a un lugar de estos, la noticia se trasmitía a la velocidad de un rayo. Y le daban las tantas horas, rodeado de admiradores que llegaban corriendo como ladrones de gallinas, impulsados por oír en vivo al mejor cantante de la época.

Yo jugaba con otros niños al “Tópate Tieso”, mientras los mayores impacientes se movían de un lado a otro tratando disimuladamente de reacomodarse calzones y sayuelas. En eso estaban cuando un clamor surgido de mil gargantas anunció la entrada a escena del Benny. Del muro donde estaba, salté a las primeras ramas de un arbolito. Entonces lo vi: alto, delgado, vestido con traje blanco y sombrero alón, con un bastón en su mano izquierda, que meneaba en inextricables garabatos. Bailaba y se movía con gracia y ritmo extraordinario, mientras se acercaba a la banda y a los coristas, que coreaban: “Benny Moré, que banda tiene usted”.

Se situó frente a la orquesta y, mientras cantaba, la dirigía con los ondulantes movimientos de su cuerpo. Como embrujadas, miles de personas empezaron a moverse al son retozón del son montuno. De pronto se dio vuelta. A su gesto, los saxofones arrancaron con el ritmo excitante de un mambo. Trepidantes, se sumaron trombones y trompetas en un crescendo demencial; y congas, campanas y timbales alzaron sus negras voces, sumándose a la orgiástica bacanal de sonidos.

Entonces sonó el primer disparo. Nunca se supo de dónde vino. Unos lo achacaron a la Iglesia, impulsados por el anticlericalismo de moda; y otros, a los contrarrevolucionarios.

Y fue como si se abrieran las puertas del averno. Fogonazos y disparos de pistolas, revólveres y otras armas atronaron la noche. El sálvese quien pueda, y el despelote fue de encargo. Cada quien buscó refugio como pudo. Muchos se tiraron contra el suelo, tratando de enterrar la cabeza como avestruces, mientras otros corrían despavoridos sin ton ni son. Yo me quedé petrificado, mirando los bonitos destellos de los tiros, hasta que papá me arrancó del arbolito, con ramas y hojas incorporadas.

Al rato cesaron los disparos, y poco a poco las cosas se calmaron. Muchos regresaban a buscar zapatos, sombreros y carteras que habían perdido en el corre corre; y otros, a familiares y amigos.

Nuestro familión se reunió rápidamente cuando, después de mirar alrededor, pregunté:

¿Y abuela?

Consternados, salimos a buscarla. Hasta que la voz de mi abuelo anunció con su contentura que la había encontrado. Yo salí corriendo y lo que vi me llenó de asombro.

Todo su enorme corpachón se encontraba embutido debajo de un banco, trabado entre la tierra y las tablas. Abuelo la agarraba de las dos piernas, halando con todas sus fuerzas sin poder sacarla del atolladero.

Al poco rato llegó el resto de la familia y, al ver que solo estaba trabada, se tranquilizaron. Pero a pesar de todos los esfuerzos, no lograban destrabarla. Uno de sus hijos la empujaba por los hombros mientras otro la halaba de las patas, y nada. Parecía un chorizo embutido en lata. Abuela estaba hecha una furia, y se encabronaba cada vez más con las bromas de papa. Le decía que la iban a dejar una semana a dieta antes de sacarla, y que había jodido el banco de la alcaldía, y que buscaran una grúa para levantarla con banco y todo.

Recordé como en nuestros juegos ablandábamos la tierra con agua, y tratando de ayudar, y al no tener agua le dije a mi abuela que iba a orinar la tierra para que pudieran sacarla. Movió la cabeza y, mirándome desde su incomoda posición, me dijo:

¡Puñetero muchacho, si me meas te corto el pito!

Al fin, después de empujones y jalones, lograron sacarla toda magullada, y exprimida. Nos miró a todos y preguntó.

¿Y el Benny?

Y mientras se sacudía el polvo y se arreglaba el vestido, caminaba hacia la tarima, donde músicos y ayudantes trataban de ordenar el desorden.


***


Uno o dos años después, nos encontrábamos en la sala de la casa oyendo la radio, cuando de improviso interrumpieron las trasmisiones con un anuncio que sumió al país en duelo.

El incomparable “Bárbaro del ritmo” había dejado de existir. Miré a mi Abuela, y en su rostro pálido y demudado se podía leer todo el dolor que como puño le apretaba el alma. Se paró del sillón para acercarse a la ventana y, mirando la noche, la oí cantar.

Te quedarás porque te doy cariño.

Te quedarás porque te doy amor.

Te quedarás cuando vuelvas al nido

De mi corazón.

Abuela vivió en tres siglos. Vino al mundo en las postrimerías del siglo XIX, vivió todo el siglo XX y murió al comienzo del XXI. Su muerte me sorprendió lejos de ella. Seis años después, caminé nuevamente las calles testigo de mi niñez, reconociendo viejas paredes y vecinos mas ancianos y llegué hasta la casa donde había crecido a su amparo. Y sentado en la misma silla donde plácidamente murió mientras dormía, le canté una canción del Benny.

Julián A Blanco

10- 4- 2008


lunes, 18 de agosto de 2008

LA MARCHA DE LOS HEROES (Una historia Cubana)

Entre 1975 y 1988, más de 350 mil militares cubanos y 50 mil cooperantes civiles participaron en la guerra de Angola, cuyo último capítulo consistió en el traslado a Cuba de los restos mortales de los miles de cubanos caídos en los más de 13 años de guerra, y en sus honras fúnebres.

Una mañana, a finales de 1989, me llamaron desde la oficina del Director de Cultura de la provincia. Me citaban para una reunión muy importante en la sede del Partido Provincial.

Cuando llegué, ya estaban presentes algunos músicos prestigiosos de la ciudad. Y casi de inmediato, nos explicaron el asunto. Las honras fúnebres de los caídos en Angola se realizarían simultáneamente en toda Cuba. En la provincia se necesitaban tres Bandas de música: una sería la Banda Municipal; otra, la integrada por los músicos de la sinfónica; y una tercera conformada, por los integrantes de la Orquesta del Circo. Hasta ahí todo bien, pero cuando mencionaron a los directores me asusté y un soplo helado me recorrió la espalda. Yo era el designado para dirigir a los músicos del Circo.

Todos me miraron en silencio; algunos, pusieron sus mejores caras de velorio como si ya estuviera tieso, frío y enterrado. Otros, no podían disimular su maliciosa alegría, imaginando las mil y una desgracias que me venían encima. “¡Coño!”, pensé, “me jodieron, de esta sí no salgo”.

La Orquesta del Circo había sido usada durante años como el vertedero de los músicos. De acuerdo a la política estatal, nadie podía quedar desocupado. Así que todos los maniáticos, excéntricos, borrachos, inadaptados, drogadictos, esquizofrénicos y locos de atar estaban reunidos en esta verdadera corte de los milagros.

De ellos se contaban historias demenciales, como aquella vez que Pancho, el león, hirió de muerte a su compañero de jaula, y con el difunto animal organizaron un orgiástico hartazgo, y amanecieron todos llenos de ronchas y bultos, contagiados por quién sabe qué misteriosa enfermedad felina. O cuando agarraron una monumental borrachera y, en medio de una tormenta con tintes de diluvio, metieron a caballos, burros, perros y hasta un camello en el hotel. Esa noche se extravió Berta, la pitón de cinco metros, y afeitaron a la mujer barbuda.

En otra ocasión agarraron entre todos a Bartolo el enano. Lo metieron dentro de la tuba y lo pasearon por el pueblo, anunciándolo como el único hombre que cabía dentro de un instrumento musical. Después de tantos meneos, cuando lo fueron a sacar, se dieron cuenta de que estaba más trabado que una pareja de perros amorosos. Alentados por los gritos del pobre enano, fueron a la farmacia cercana y compraron como veinte frascos de aceite de hígado de bacalao, con el que rociaron la pequeña figura que, después de alones y fricciones, lograron sacar toda chupada. El enano se pasó una semana apolismado y apestando a pescado podrido, y “El Niño Blanco”, un negro viejo, prieto y más feo que el susto, que tocaba la tuba, el mismo tiempo con cagaleras.

Pero tal vez la historia más alucinante ocurrió cuando el esquizofrénico domador, por inspiración de último momento, se disfrazó de payaso para realizar su acto. Cuando entró donde estaban los leones, vestido color mierda de niño chiquito, con zapatos que parecían raquetas de tenis, con la cara pintada de blanco y un narizón colorao del tamaño de un zapote, fue el acabose. No se sabe si fue por miedo a los extraterrestres, terror a la estrambótica figura o que simplemente no lo conocieron, pero lo cierto es que los pobres animales se lanzaron a correr despavoridos por toda la jaula, dando unos rugidos que paraban los pelos de punta. Y mientras más corrían, más pataleaba detrás de ellos el horrible payaso. Parece que cuando les habló, pensaron que aquella cosa se había tragado a su amado domador, y entonces le partieron pa` arriba. Al pobre hombre no le quedó más remedio que trepar como gato por los barrotes de la jaula, mientras la manada rugiente saltaba para tragárselo con zapatos, nariz y todo. Solo a fuerza de manguerazos, pinchazos y gritos lograron sacar al domador más muerto que vivo.

Al otro día el administrador del circo, conocido como “Perucho el Ñato” por su elefantiásico apéndice nasal, recorría el pueblo anunciando a voz en cuello.

No se pierdan la próxima presentación del circo “Areìto”, que esta noche sí se comen los leones al domador.

* * *

Entre los personajes más curiosos de esta curiosa orquesta, se encontraba el músico más bruto que ha parido madre: Lo apodaban “Leña Verde” porque ni el fuego le entraba. Contaban de este señor que en una ocasión le entregaron un trombón nuevo, y como la vara no se movía, le dio lija en vez de echarle aceite. O Facundo, “La Morsa”, el único trompetista sin dientes que he conocido, que para tocar se trababa un pedazo de peine de hueso entre los dos vampirescos y sobrevivientes colmillos. Y por supuesto, “El Caballo Iznaga”. El Caballo era un curda de exportación, bebía a lo desaforao, sin importar el origen, sabor y olor del brebaje. Era tal su desatino, que un día que no tenía nada que beber, se empinó hasta el fondo un enorme botellón de loción de violetas. Durante toda la semana siguiente estuvo rodeado de enjambres de abejas y mariposas, que lo seguían por doquier atraídas por los perfumados y floridos eructos florales. Cuando agarraba una de esas borracheras antológicas, le daba por ir a meterse en edificios importantes; Bibliotecas, Universidades, oficinas y edificios gubernamentales. Acostumbraba a abrir la primera puerta que encontraba, y con voz que hacia estremecer las paredes, lanzaba su grito de guerra, ¡Soy el Caballo!, seguido de una espeluznante imitación de relincho. Esto duró hasta que una tarde, inducido por unos jodedores, se equivocó de puerta. De forma inexplicable logró colarse en la sede del Gobierno Provincial. Llegó hasta la puerta del salón de reuniones, de un empujón la abrió de par en par, y frente al comité del partido en pleno, gritó a todo pulmón su declaración de identidad. Estaba sucio, barbudo y andrajoso, y creyeron que se trataba de una burla de mal gusto, dirigida nada más y nada menos que hacia el Comandante en jefe, apodado también “El Caballo”. De castigo, y por comportamiento antisocial, lo metieron de cabeza en la agricultura durante tres meses. A su regreso nunca volvió a ser el mismo. Cuando alguien le decía, “Caballo, relincha”, hacía un gesto de silencio con su dedo índice sobre sus labios, mientras miraba receloso a su alrededor. Un día se le cruzaron los cables y se trepó a lo más alto de un árbol. Relinchaba y gritaba una y otra vez, “¡Soy el Caballo!”, “¡Soy el caballo!”. Cinco días después lograron bajarlo los bomberos.

Rumiando estos antecedentes, me llegué la noche siguiente hasta el lugar donde actuaban. Antes de la función los reuní y les hablé claro. Les expliqué que si en esta ocasión metían las patas, nadie los salvaba, por muy locos que estuvieran de pasar el resto de sus vidas picando piedras, que con el Partido y los militares no se jugaba.

Todos estuvieron de acuerdo y me invitaron a cenar después de la función. Más tarde, con el plato en la mano miraba asombrado los gordos y enormes bistés tan lejanos de la acostumbrada escasez. Y, extrañado, indagué por la procedencia de la carne.

Es que le mejoraron la dieta a los leones.

¿A los leones?

Sí, hombre, antes solo mandaban puro huesos de caballo, ahora nos llegan los grandes pedazotes, les damos un poco a los animales y lo demás para las fieras.

¿Para quién?

Pa` nosotros, hombre. Pa` las “fieras” ja ja ja.

Y mientras miraba a las “fieras” devorando la carne a puras dentelladas, un solo pensamiento cruzaba por mi mente. “¡Ay, mamá, qué jodido estoy, qué jodido estoy!”

Los días pasaron entre ensayos y marchas, y yo cada vez más satisfecho. Qué chiflados estaban, pero también eran en su mayoría excelentes músicos. Un día antes de la actividad nos llevaron hasta el pequeño pueblito, donde a la mañana siguiente marcharíamos, desde la casa de la cultura hasta el cementerio, escoltando al cortejo fúnebre.

Esa noche revisé que todo estuviera bien, y ya tranquilo, me acosté. A la mañana siguiente me despertó el corpóreo silencio. Asustado, me levanté de un salto y, corriendo, me dirigí a los dormitorios. Todos estaban dormidos, pero cuando me acerqué me llegó el olor agrio y crudo del alcohol de reverbero, y me percaté que también estaban borrachos como cubas. La noche anterior, un grupo había llegado hasta el cercano central azucarero, y con un galón de alcohol, agua y otros ingredientes, prepararon un brebaje que los puso a todos volando bajo.

Como pude, a tirones y empujones, los levanté. Hice que se vistieran y casi de milagro a la hora indicada, estaba la banda formada. Recorrí con la mirada los rostros pálidos y ojerosos. Más de uno se tambaleaba sudando la zumba, bajo el implacable sol tropical del mediodía.

Al verlos tan descompuestos, sentí un poco de pena por ellos. Ninguno tenía la culpa de ser lo que eran. Las enfermedades, las drogas, el alcoholismo y la implacable maquinaria socialista, los habían convertidos en seres desechables.

Todo estaba preparado para comenzar. Un oficial se acercó a preguntarme si estaba listo, y después de mi afirmación le pregunté:

¿Teniente, a qué distancia queda el cementerio?

La marcha es larga, Maestro. Como sus cinco kilómetros más o menos.

Sentí que palidecía, y que una sensación de angustia e impotencia me llenaba, al recordar la larga cuesta de la carretera que llevaba al cementerio. Miré a las despeluzadas y desencajadas “fieras” y pensé: “Llegó mi fin”.

Después de tocar una marcha fúnebre, preparada especialmente para la ocasión, y de las palabras altisonante del comunistoide de turno, empezó la procesión. Los armones de artillería con los restos mortales marchaban primeros. Le seguían deudos, personajes políticos y público en general. Y al final como rabo, la banda de borrachos.

En el recorrido del primer kilómetro no ocurrió nada. De pronto, sentí una sensación extraña, y al volverme noté la alargada forma de culebra preñada que tomaba la banda que, desbandada, se distanciaba cada vez más.

A fuerza de palabrotas, logré arreglarla un poco y continuamos el camino… entonces sentí el batacazo. Miré hacia atrás, y al final, distinguí una despatarrada figura tendida en el caliente asfalto. Era el “Niño Blanco” que, con la gigantesca tuba encima, parecía un enorme cangrejo moro. Se había despetroncao como un palo viejo, convirtiéndose en la primera baja producto de la mortal combinación de alcohol de reverbero, sopladera y sol peleón.

Casi de inmediato, un saxofonista conocido por “Pata e rumba” cayó de espalda de un solo simbombazo, dándose un porrazo en la chola que retumbó en todo el pueblo. Cuando lo levantaron, tenía un chichón que parecía un huevo de toro. Lo siguió “Boca e beso”, que se fue de frente y casi se traga el clarinete y un pedazo de asfalto del mameyazo. Y entonces, fue el acabose. Unos tras otros fueron goteando, como mangos azotados por ventolera. Yo los arengaba y me hacía el chivo loco, tratando que el Coronel no se diera cuenta del desmadre, cuando todo se agravó con la llegada de una ambulancia con sirena y todo.

Y la comitiva se alargó… Armones de artillería, deudos, banda, y al final, recogiendo los despojos, dos ambulancias.

Al cementerio llegamos como gallos pelones, sin plumas y cacareando. Nos formamos a duras penas en el lugar destinado, y “La Morsa”, el trompetista sin dientes, salió a interpretar, a falta de otro, el toque de silencio. Estaba pálido y desencajado, pero comenzó con decisión el difícil solo. Nunca supe si fue la insolación o que el pedazo de peine que tenía trabado entre sus colmillos se le movió. Lo cierto fue que cuando atacó la nota culminante, el sonido que salió fue un hibrido de eructo y glorioso pedo retumbante.

El pobre músico miró despavorido a soldados, oficiales y funcionarios del gobierno. Sintió que las patas se les aflojaban, y que un escalofrío le recorría el espinazo, desde la nuca hasta donde la espalda pierde el nombre, al imaginar su final si alguien pensaba que era intencional la estruendosa trompetilla. Entonces encontró la solución, y se desmayó, arrastrando de encuentro al podio, micrófonos y al Coronel, que con la boca abierta lo miraba sin creer lo que sucedía.

Azorado y asustado por el terrible despelote, me di vuelta y comenzamos a tocar el Himno Nacional. Lo tocamos como pudimos, todos desentonados y destemplados, y llegamos a duras penas al final. Y cuando comenzaba a sentir un gran alivio, sentí que una mano como garfio me agarraba de un brazo, mientras el Coronel, con su furiosa voz castrense, me exigía una explicación a gritos.

Alguien, o algo, me inspiró, y una palabra mágica salió de mis labios.

Diarrea.

¿Cómo?

Sí, mi Coronel, estos pobres músicos se han pasado toda la noche con diarreas a chorros, algunos hasta se han cagado en el camino -. Y no mentía.

La cara del sangrepesado oficial cambió, mientras la comprensión se abría paso en su ofuscado cerebro. Se irguió en toda su estatura, se estiró el almidonado uniforme con negras manchas de sudor, y pronunció su absolutoria sentencia.

¡Son unos héroes!

Y mientras se alejaba le dijo al Teniente que marchaba a su lado.

Búscame al hijo de puta del cocinero. Algún cabrón tiene que pagar por todo este descojonamiento.

Julián A Blanco

17-4-2008

EL ZAPATO (Cuento)

Caminaban alerta por la dura y polvorienta calle. Sus pequeños pies levantaban piedras y latas que pateaban sin descanso en su aparente despreocupado andar. Y aunque era de mañana, el sol ya estaba alto y quemaba como solo lo hace en el caribe antillano.

Los pequeños no podían ser mas diferentes, y sus futuros destinos tan distintos. El más alto era un negro prieto y delgado, pero musculoso. Con los años llegaría hacer el portero del equipo nacional de fútbol; y a su retiro, uno de los más famosos santeros de la isla. El más bajito y corpulento rezumaba calidez y buenos sentimientos. Sin embargo, la vida lo maltrataría hasta convertirlo en un agresivo delincuente y llevarlo de paso al presidio. El tercero era un trigueño fuerte y atezado, excelente jugador de béisbol a quien todos querían tener en su equipo. Años después se graduaría de ingeniero para, después, dejar su carrera por otra más lucrativa: la política. El cuarto era el gordito de la pandilla, buena gente a morir y habitante de una casa enorme, en la que vivía solo con su bella mamá, de quien todos estábamos enamorados en secreto. Por él comprenderíamos lo cruel de la separación, al marcharse en un viaje sin retorno a los Estados Unidos. Y el quinto era un rubio, flaco y de grandes ojos inquisidores que los lentes que portaba no alcanzaban a ocultar. Ya en esa época estudiaba música. Y esa sería su profesión durante toda la vida. Era el chistoso del grupo, el más inquieto y el que muchas veces comenzaba las bromas que irremediablemente metían en problemas a la pequeña pandilla.

Cuba se recobraba del desastre natural más grande de su historia: el huracán Flora. Y como siempre, de remedio, una desgracia mayor: “La libreta”. Ese fue el nombre que le dieron los cubanos a la cartilla de racionamiento. Todavía era novedad, aunque ya muchos comprendían su terrible alcance: un par de zapatos al año, más dos camisas y un pantalón. Eran algunas de las normas, decía el gobierno, transitorias. Por supuesto, las madres eran quienes más se preocupaban. Todos los chismes fueron desbancados por la dichosa libreta. Hasta el último amante de la mulata china de la cuartearía quedó olvidado. Y era común oír a las comadres.

¡¿Qué voy hacer con un par de zapatos al año para este niño, que en vez de pies parece que tiene pesuñas?!- Decía atribulada una señora, mientras su amiga la miraba asintiendo.

Resignación, mija, que la alegría en casa del pobre dura poco, igual que los zapatos en las patas de tu hijo.

Y a pesar de todo, reían

Ese día de mediados de los 60, los niños recorrían el barrio buscando instrumentos de percusión… o algo que se le pareciera, los carnavales estaban por comenzar y se aproximaba la fecha de los ensayos. ¿Y que instrumentos podían buscar en las calles?

Muy sencillo: les faltaba el tambor mayor para la muy extraña colección de armatostes y cachivaches que formaban la “orquesta” de muy peculiar sonido que, por idea del rubio, habían formado.

A la orquesta le faltaba el tambor. Y ese día estaban dispuestos a conseguirlo.

Caminaban, al parecer, con desgano y despreocupación, pero sus miradas recorrían ambos lados de la calle, buscando que alguna ama de casa hubiera dejado su basurero sin recoger; pero no cualquier basurero, necesitaban uno grande y de metal para que al percutirlo con unos buenos trozos de madera sonara fuerte y grueso.

Casi habían perdido las esperanzas cuando, al final de la calle, vieron lo que necesitaban. Casi corriendo, pero tratando de no llamar la atención, se acercaron a su cumbotambor. Miraron a un lado y a otro, y al no ver a nadie agarraron el chirimbolo y salieron echando un pie.

Corrían felices y contentos cuando, de pronto, apareció como salido de la nada un niño pulcro y con zapatos que brillaban como espejos. El primero en reaccionar fue el rubio.

Coño, negro, ese no es “La Olla”.

Ese mismitico es, no ves que ahorita que está bien peinadito se le ven más las agarraderas a la cazuela-. Y todos reían a carcajadas de las grandes orejotas, motivo del apodo.

Y como si de antemano estuvieran de acuerdo, se acercaron todos al niño.

Nada mas llegar comenzaron a molestarlo:

- Eh, muchachos, miren eso: primera vez que veo una “olla” con zapatos-. Y todos reían, menos el aludido.

-Mejor andar con zapatos que con las patas sucias como ustedes. Dice mi papi que todos ustedes son unos patas de puerco, que son tan pobres que no tienen que ponerse y que no les haga caso.

Mejor se hubiera callado, aquello era demasiado para el orgullo de los niños, que siempre estaba a flor de piel. El único que andaba zapatos era el rubito. Lo obligaban a andar con un par de botas que su padre le había traído de Rusia y que, a pesar de todos sus esfuerzos, no lograba romper. Estaban descascaradas y maltrechas, pero en una pieza. Eran los únicos botines que habían sobrevivido a sus destructores pies.

La “Olla” estaba jodido. Todos se abalanzaron sobre él y, a pesar de sus gritos, le quitaron un zapato. De inmediato comenzaron a pasárselo entre ellos mientras “La Olla”, a la pata coja, los perseguía grietándoles improperios.
En eso estaban cuando por la esquina aparecieron atraídos por los gritos dos muchachotes, altos y fuertes, ni más ni menos que los hermanos de “La olla”. Y casi de inmediato, por la opuesta, la airada dueña del basurero grietándoles.

Puñeteros malcriados, devuélvanme mi basurero-. Y mirando hacia el enorme y dientudo perro que la acompañaba.- Comételos, Nerón.

Agarrados entre dos fuegos, tuvieron un momento de duda, que fue roto por la voz del negro Hugo.

A correr, muchachos, si nos agarran, nos hacen mierda.

Decir que salieron corriendo sería poco, volaban más que corrían. En medio de la estampida, el rubio se dio cuenta de que aún llevaba en su mano el zapato. Miró por encima del hombro y vio que los hermanos y el perro se les acercaban. Buscó un lugar donde tirarlo y, al ver un auto parqueado, lo lanzó dentro, a la vista de sus perseguidores. Mirando sonriente a sus amigos pensó: “Se jodieron, se tienen que parar para agarrarlo”. En eso estaba, cuando se oyó un grito desgarrador.

- ¡¡ Mi zapatooooo ¡¡

Todos se detuvieron para ver, angustiados, cómo el auto con el zapato dentro se alejaba envuelto en una nube de humo. Mientras, el perro, sin comprender la tragedia, corría alrededor de los niños parados bajo el sol en la dura y polvorienta calle.